
(Columna para Revista Ñ a propósito de la exposición "Esto es Teatro en el Museo Moderno.)
"¡Aquí están las increíbles, las indescifrables, las Indepilables Gambas al Ajillo!". Así nos presentaba Omar Viola en las “Noches parakulturales”. “Ni feministas, ni comunistas y mucho menos cristianas”, decíamos de nosotras en uno de los primeros programas en fotocopia, diseñado a mano sobre un recorte del “Evaristo” de Solano López (sí, el de El Eternauta). Más bien éramos lo anti todo, en concordancia perfecta con el espíritu de la época. Nuestras pequeñas monstruas eran paisanas desaforadas que zapateaban el piso de madera del destartalado escenario del Parakultural, o del Rojas, como si quisieran traspasarlo; mujeres de turbantes batallando contra el ataque intempestivo de una cartera al compás de la voz profunda de Marlene Dietrich, o niñas que ironizaban a los gritos la historia escolar de Sarmiento y bailoteaban su himno como si fuera lo último que podían hacer en medio de la guerra gaucha. Pero también podíamos ser monjas streapteseras quecambiaban hábitos por diminuto bikini al son del calor de la ciudad; mujeres maltratadas que gozaban los “puñetazos y trompadas”; solteronas amenazantes contra el divorcio o feministas marimachos, viejas inmundas, cantantes porno, paralíticas acrobáticas y golpeadoras, dominatrices, muchas veces bailarinas: de Tap, jazz, blues o New Wave. En todos los casos más feas, más locas, con mayores “peinados nuevos” y menos femeninas que en la vida real. Construcción física para construcción teatral de mujeres que se exhibían desembozadamente en medio de una turba de jóvenes punks recién salidos de las catacumbas de la última dictadura cívico-militar. Puro acontecimiento, como su propia dramaturgia escrita sobre el escenario, que apelaba a historias personales de mujeres sin “bacán que las acamale”, sin un vento, puro esperpento y mucho sex appeal. Mujeres seductoramente fálicas y escandalosamente irreverentes, inconscientes. Hacíamos un feminismo sin etiqueta en una época en que no lo reivindicabas porque quedaba fuera de tiempo, como si estuvieras pidiendo permiso para entrar en un club del que ya eras parte. Éramos de hecho, entrábamos pateando la puerta, sin pedir nada, sin dar explicaciones a nadie: ni a directores, ni a popes teatrales, ni a escuelas, ni a orientaciones sexuales. Convivíamos con trabas, travestis, transformistas, varones medio afeminados, músicos un poco atolondrados, cantantes muy Janis Joplin. Alejandro Urdapilleta podía cuidar un rato a tu hijo en el camarín después de haber parido un pebete de jamón y queso en la escena al grito de ¡Pebetito! Podías compartir pantalón palazzo con Batato Barea o escucharlo con admiración recitar el poema de Urda “Sombra de conchas”. Pero nunca ibas a escuchar decir “cerrá la puerta que me estoy cambiando”. No éramos feministas, éramos mujeres que ejercíamos el frente femenino sin necesidad de decirlo, burlándonos incluso un poco del “Sé tú misma”. Grupo horizontal, sin jerarquía, todas directoras, autoras y actrices dispuestas a llevarnos el mundo por delante (muchas veces también la columna de hierro que limitaba el escenario precario del querido “Para”). Hambrientas de salir al mundo, a un mundo que fue fin de siglo, fin de la historia. Acontecimiento puro que pudo dejar una rendija abierta para que luego vinieran otras grupas, otras historias de teatros en casas viejas, sin bambalinas, sin estructura, ni producción, a pura pasión, sin tener que responder si son esto, lo otro, o lo de más allá. Y que, sin buscarlo, reventó el corpiño de cartapesta, sacando espuma por la boca. Ruptura con un patriarcado al que no le dábamos la menor entidad. Hoy veo que sí éramos feministas, y que todavía quedaban muchas puertas por patear. (María José Gabin. Revista Ñ. 6/2025)
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