"Juan Moreira Super Show", de Pedro Orgambide
Teatro del Centro (1972-73). Dirección Alfredo Zemma, música Jorge Schusheim, coreografía Lía Jelin; con Cecilia Rossetto, Enrique Pinti, Héctor Malamud, Jorge Ochoa y Eliseo Morán entre los más conocidos. (Fotos de referencia: https://soyceciliarossetto.com/portada/)
El recuerdo de los detalles es un poco difuso, pero no la sensación que me dejó a los 10 años la visión psicodélica de Juan Moreira Supershow.
Estética de cabaret, un escuálido telón con brillos y luces de colores
en el modesto escenario del Teatro del Centro. Los actores vestidos de
frac y galera, las mujeres super maquilladas en hot- pants, canciones
desopilantes, música mestiza entre rock y folklore y un gaucho rebelde
que zarandeaba las puntillas de sus bombachas. Todo era bastante
desquiciado en los primeros años de los ’70 y el espectáculo musical en
clave de sátira sobre el mito del fugitivo asesinado por la espalda,
estaba a la altura de La Menesunda, de Marta Minujín, los happenings o las exuberancias de Federico Manuel Peralta Ramos, las muestras de Julio Le Parc, El Gusanito de Jorge de la Vega o la Nacha de Noche en el Instituto Di Tella.
El espectáculo de Orgambide formaba parte de esa locura, pero parece que
quedó marcado especialmente en mi memoria. No sé si por esa
articulación entre la historia y el mito, el teatro y la música, el
cruce de anacronismos un poco brechtianos que me impactaron, o porque ya
estaba naciendo en mí algo de ese cruce. A esa edad estudiaba danzas
clásicas, quería ser bailarina, aunque no me imaginaba mucho con tutú
entre cisnes y después la vida me llevó por otros lares. Hoy, viendo
algunas fotos del espectáculo que tan bien guarda Cecilia Rossetto, me
doy cuenta de lo que aquella experiencia significó en lo que pasó
después.
Los '60 y '70 trajeron parte del cruce de géneros que, en la
posmodernidad de Gambas al Ajillo en el Parakultural, llegó a su punto
cúlmine, al menos para mi generación. Muchos artistas de aquellos años
fueron referentes. Algunos de los que ya nombré y otros: Lindsay Kemp,
Pina Bausch, Andy Warhol, David Bowie, Oscar Araiz, Marilú Marini,
cruzaban la danza con el teatro, la música con el mimo, sacaban al arte
de los museos. No sólo hubo lugares y conceptos como el café concert o
el Instituto Di Tella que anticiparon la movida de los ’80, sino que en
los ‘70 había otros cruces que articulaban con la vida cotidiana, esto
era la política y la disputa.
Años convulsionados por los Movimientos de Liberación Nacional; las
luchas por la igualdad de las minorías; el feminismo y la
anticoncepción; los pacifismos, el hipismo, la psicodelia del LSD; en
definitiva, la búsqueda de un mundo distinto, mejor, de paz y amor. Años
analógicos, irreverentes, rupturistas, con la juventud movilizada en
lucha por la libertad. El cambio cultural que comenzó en mi infancia
parecía llevarnos al final del siglo montados en todo tipo de
caleidoscopios de música, flores y sustancias.
Antes de que la última dictadura genocida nos desplazara al sótano en el
que nos refugiamos para volver a asomar la cabeza en los años ’80, la
vida parecía tener los colores del Supershow de Juan Moreira.
Colores estridentes y luminosos, pero también con la bandera
norteamericana -que, no casualmente, aparece en el vestuario de la obra,
y no podía estar ausente en esa revulsiva mirada mestiza- como signo de
la controversia. Norteamérica gozaba su plenitud de cultura hegemónica,
a pesar nuestro; Cabaret, la película dirigida por el enorme Bob Fosse, reformateaba nuestro imaginario cultural. Pero también asomaban El bebé de Rosemary; El Padrino y El Exorcista.
Todo convivía bajo la sombra de la Doctrina de la Seguridad Nacional.
El monstruo estaba con nosotros, algunos lo veían, otros no tanto, lo
cierto es que esos fueron los últimos años de alegría pop antes del
oscurantismo que comenzó en el ’76.
A mediados de 1973, poco tiempo después de asistir a la función de Juan Moreira Supershow,
tuve un accidente de auto con fractura de fémur, que me dejó postrada
en cama durante casi dos años, de la que salí caminando en muletas.
Luego volví a bailar, hasta casi más de los 30 años. Sin embargo, ni mi
cuerpo ni yo fuimos los mismos. Nunca sabré hasta qué punto la
experiencia del súper show de Moreira, no me llevó, años después, a
transformar las muletas en un cuadro musical que hicimos con Gambas. Lo
que es seguro es que el brillo, los colores, la fractura y los sótanos
que mamé en mi patria de la infancia, me hicieron vivir un verdadero
Súper show ochentoso, antes de que terminara el siglo.
(Radar. Página 12)